Hoy reflexionamos sobre el último mandamiento: «No codiciarás los bienes de tu prójimo, ni la mujer de tu prójimo». A simple vista parece coincidir con los mandamientos: «No cometerás adulterio» o «no robarás». Sin embargo, hay una diferencia. En este epílogo el Señor nos propone llegar al fondo del sentido del decálogo y evitar que pensemos que basta un cumplimiento nominal y farisaico para conseguir la salvación. La diferencia estriba en el verbo empleado: “no codiciarás”; con este verbo se subraya que, en el corazón del hombre —como dice Jesús en el evangelio—, nace la impureza y nacen los deseos malvados que rompen nuestra relación con Dios y con los hombres.
Por eso, nos engañamos a nosotros mismos si pensamos que nuestra debilidad se supera solo con nuestras fuerzas, en virtud de una observancia externa. Debemos suplicar, como mendigos, la humildad y la verdad que nos pone frente a nuestra pobreza, para poder así aceptar que solo el Espíritu Santo puede corregirnos, dando a nuestros esfuerzos el fruto deseado. Esa verdad es apertura auténtica y personal a la misericordia de Dios que nos transforma y nos renueva.
Bienaventurados los pobres de espíritu; aquellos que, no fiándose de sus propias fuerzas, se abandonan en Dios, que con su misericordia cura sus fallas y les da una vida nueva.
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